Cuenta una vieja historia
rural de no-se-sabe-dónde que un campesino, del cual tampoco se registra hasta
nuestros tiempos su nombre, tuvo un día en su humilde casa una suerte de
reunión. Sus amigos fueron a visitarlo y entre tragos la noche se sucedió
contando unas cuantas anécdotas y una que otra quisicosa de camino. Ya en su
casa, sus invitados pudieron disfrutar de una velada llena de historias, mucho
alcohol y muchas risotadas. Lo que escapó en aquel jolgorio, a los oficios de
este anfitrión, fue el voraz apetito que se abre luego de una faena de tragos y
consumos desmedidos de whisky, ron y vino.
Improvisó en su
cocina unas ollas en donde cocinó, a fuego vivo, lo que en su alacena y nevera
pudo encontrar: algunos pedazos de salami, tomate, albahaca y uno que otro ajo en una de las
ollas. Y en la otra dispuso aceite para freír, cocinando así una suerte de
bolas previamente amasadas con agua, harina y aceite de oliva. Todo esto lo
hizo tan industrioso como emborrachado por tanto que bebió. Dentro de su
embriaguez deseaba que sus invitados comieran algo, tal vez, para mermar
aquella borrachera de la cual no solo él era dueño…
Aquel platillo
nunca tuvo fama entre los renombres de la gastronomía y su trascendencia, sin
embargo, aquellos amigos recordarán siempre con una sonrisa en sus rostros cómo
entre tropiezos, música y carcajadas colmaron su hambre con aquel para entonces más que manjar.
Ni el platillo tiene nombre ni los borrachos de esa noche, y las risas, ay las risas… Las risas no tienen dueño, van de aquí a allá y quién sabe a dónde más.
Ni el platillo tiene nombre ni los borrachos de esa noche, y las risas, ay las risas… Las risas no tienen dueño, van de aquí a allá y quién sabe a dónde más.