Ya van dos días desde que se fue el agua. Los vecinos de por aquí no estamos acostumbrados a que pasen más de veinticuatro horas, y como cosa esporádica; es una suerte que tenemos, una rareza que se vaya pues. Afortunadamente, las casas de mi vecindario tienen sus sendos tanques, bien surtidos para la prevención de esta pasajera contingencia. Cuando se va, nos subimos a nuestros techos a pasar la llave para que la gravedad del agua sopese la gravedad de su falta. ¿Cómo puede faltar el agua en un planeta del cual tres cuartas partes que lo componen son precisamente eso: agua? me preguntaba mientras me subía a mi techo llevando una escalerita metálica de tres escaloncitos que debe haber pasado por tres generaciones en mi familia. Al llegar al tanque me percaté de que la llave de paso estaba… jodida; sí, la llave estaba jodida. ¡Coño de la madre! exclamé desde lo más profundo y folklórico de mi ser, como aquel actor que inmortalizó el famoso alarido: Kassaaaaaaandraaaaa… El tanque estaba lleno hasta el tope, y el clima me tentaba a meterme dentro para quitarme la sensación de calor, suciedad y arrechera. Gracias a Dios había venido la Sra. Kelly (la señora que-limpia). Le pegué un leco: Yineeeeeeeeeeth… diiiiga patroooon (ella me dice patrón), contestó. Súbete con dos tobos negra que esta vaina no furula. Dele con el alicate patrón (el que tenía en el bolsillo). No mija, ya le di y nada. Llamé por teléfono a mi super plomero estrella, pero me dijo que podía resolverme mañana temprano. Pinga jefe, hoy también hay marchas, me dijo, mientras yo pensaba: coño, otro día sin agua, otro día de lacrimógenas... Yo como que me voy pa´ donde mi prima, esta verga no me la calo, ¡que va!. Bueno, la negra subió con los dos tobos y yo me encaramé en el tanque; llené el par salvador y los bajamos con cuidado para no botar su valioso contenido. Mire negra, me voy a bañar, dije a medio camino. No jefe, vamos a buscar dos más, esos dos son para limpiar la casa, me espetó con aires gerenciales. Coño que ladilla (pensé) regalándole una mirada que le daba la razón. Repetimos el procedimiento con un inclemente sol en nuestro lomo. Recuerdo que en pleno proceso casi se le cae un tobo porque le pregunté: ¿usted bajó la coca-cola que estaba en el freezer?, porque si se me congela esa vaina ahí sí me voy a arrechar. Ya la saco, dijo riéndose, páseme el alicate, no lo deje arriba. Una vez armado de los cuatro tobos llenos dije decisivo: vaya preparando el almuerzo negrita que yo me voy a bañar como recomendaba Chavez (con taparita). Es impresionante todo lo que se puede hacer con tan sólo cuatro tobos de agua mientras uno está acostumbrado a despilfarrar el torrente que de los grifos emana sin que nos duela una gota. Me metí al baño. Agachado, ya sin ropas pensaba en la imagen de la evolución del hombre; no sé por qué pero me vino a la mente la música de Simón Díaz y recé para que no me dieran ganas de darle comida a los pececitos del río Guaire…. Recordé tiempos pasados, y también antiguos baños con tobito. Por lo menos esta agua venía templada, hasta buena estaba chico. Me eché champú y me eché jabón mientras pensaba en mis días de infancia en casa de mi tía Mecha, allá en Paracotos, no en el club: en Taica, pa´rriba, pa´l pueblo de Don Manuel, el dueño de la bodega que me vendió mis primeras y clandestinas cervezas. Allá arriba, donde muchas veces me bañé con ese mismo método, frente a un gran pipote Manaplas color azul celeste. ¡Paracotos!, allá, donde por aquellas veredas con mis primos queridos, hermanos del monte, de la tierra, del azadón, del machete y el hacha, perseguíamos, culebras y vacas, ensillando nuestros caballos de acero y cascos de caucho. Allá, donde vimos por primera vez unos campesinos depostando un toro; recuerdo que aquel antes animal colgaba de la tremenda rama de una seiba, un apamate o un samán, qué se yo. En ese suelo de tierra dorada yacían sus restos, cuero, pellejo, cabeza y tripas. ¡Le hicieron lo mismo que a Jim Hooper! Allá, donde la lluvia huele a tierra mojada. Allá, donde el viento pega en la cara y en el alma… Pónganse gorra o sombrero, decía mi tía mientras nos alistábamos para una habitual expedición bajo el sol, ataviados con botas de goma y sendos machetes. Mi tío decía: revise bien esas botas antes de ponérselas sobrino, no vaya ser que le pique un alacrán… Tío, cuidao´ y quema la casa, le respondía mi picardía. El viejo dominaba la técnica, y decía con mirada noble: tranquilo sobrino, que monte verde no agarra candela. Mi tío se hacía uno con el humo, con su barba siempre blanca. Cuando finalizaba su eterna tarea se recostaba de una columna, debajo de una alcayata, saboreando un nestea helado, como premio a su esfuerzo; mi tía siempre se lo hizo, mi tía siempre se lo llevó... Cosa curiosa que a mi madre no le gustase que me quedara de niño hasta tarde hablando paja con amigos abajo del edificio, pero en la montaña no le paraba bolas a que yo anduviera con machetes, hachas y picos… Mientras jugábamos a explorar, el tío seguía quemando monte, limpiando la maleza con un rastrillo que parecía indestructible. Todo esto pensaba mientras me bañaba agachado… Mucho ayudaría ponerle un hacha en las manos a los carajitos de ahora, para que sepan lo que es tumbar un árbol, sentir el impacto en los puños, la fuerza del rebote del acero contra la madera, y la vibración casi eléctrica en los antebrazos, (cuidao' y te vuelas un pie, mosca, decía mi primo Andrés, siempre seguro), todo esto no en detrimento de la naturaleza, no señor, sino, en esencia, para utilizar prudentemente sus recursos. Cuando uno echa hacha, una de las cosas a las que debe prestar cuidado es a no volarse un pie... Limpiar camino y obtener leña: ¡cosa de hombres, hecha por niños!, ¡nojoda!. Al caer la tarde llegábamos a la casa con callos en las manos, con la inocencia en nuestros ojos, y anécdotas en nuestras cabezas; con la cara llena de tierra y sudor, con esa misma cara llena de ganas, ganas de vivir, ganas de reír y divertirnos otra vez; sedientos; picados de plaga; raspados en los brazos o en las rodillas... Mientras me bañaba me miraba el raspón que me había hecho al bajar del tanque, lo palpé y recordé mis raspones de cuando niño... Me reincorporé, notando que ya quedaba poca agua en el tobo, apenas tres dedos o algo más de lo que estamos acostumbrados a obtener con un simple giro de llave. La negra me tocó la puerta diciendo: ¡está listo el almuerzo!. Ya voy, ya voy, respondí. Nos sentamos a comer; ella siempre come en la cocina, pero esta vez le dije: negra, véngase pa´cá pa´ echale un cuento, y le conté de Paracotos mientras sonaba Todo este campo es mío, de Simón Díaz.
Fernando Egui Mejías