A razón de este video redacté lo de abajo.
https://www.youtube.com/watch?sns=fb&v=GJkAPEo0eso&app=desktop
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Que parodia tan buena... Yo pensaba que era el único que ridiculizaba ese momento. ¡No estoy solo en el mundo!
Muchas veces he pensado que ese performance colectivo (en el mejor de los casos, con algún familiar que sepa tocar cuatro) es demasiado largo. Es como un deja vu perpetuo. Tal y como expone el video, parece un cortometraje de terror. Fíjense que muchas veces los niños pequeños lloran en este "memento" casi aterrador que es el canto de cumpleaños. El horror se cincela en los rostros de estos indefensos, quienes no entienden el por qué de un ritual tan extraño y particular. Más te vale acercarte a la mesa, o serás presa de miradas recelosas que te harán sentir como un antisocial e inadaptado; irrespetuoso de la tradición; un intruso en esa casa llena de gente jovial, entusiasta y desafinada.
Luego de cantar aquello escandaloso, prosigue el acto de soplar las velas por parte del cumpleañero o cumpleañera, impregnando de bacterias toda la torta, para que luego los invitados se la coman con ese recién agregado topping de Streptococcus mutans, Porphyromonas gingivalis y Streptococcus salivarius (bacterias que habitan en nuestras bocas, sin distinguir raza, credo o religión). Mientras más edad más velas, mientras más velas más soplidos contaminantes. Todo esto imperceptible a nuestros ojos.
Alguna señora retira los pequeños bastoncitos de cera azul o rosa (velas), aun humeantes, succionando la base de estos con una naturalidad que hace dudar al más conservador en relación al hecho de pensar si está bien o no que haga eso, ¡qué rareza! Hay quienes, hasta guardan esas velas chupadas, para reutilizarlas en otra ocasión... Otra mujer, que por lo general frecuenta la casa o es cercana a la familia, extiende un enorme cuchillo a quien cumple años, para que proceda a hacer el primer corte, aunado a un absurdo y ensordecedor grito.
En ese instante el homenajeado(a) parece ser poseído por los milisegundos que dura el alarido, expulsando después al momentáneo espíritu con una final risa. Por supuesto grita frente a la torta, por no decir encima de esta, agregando más y más bacterias a lo ya infestado. Acto seguido, la mujer que facilitó el cuchillo, lo sustrae de las manos del antes poseso, con una habilidad que burla los ojos de todos los presentes, procediendo a realizar un corte circular en el medio de la torta para luego seccionar a ojo porciento, del centro hacia afuera, los pedazos perimetrales en pequeños platos que previamente fueron apilados al lado de un montón de cucharillas, a veces metálicas, a veces de plástico. Vale acotar que el pedazo circular interno es de carácter prohibitivo. Es algo que ni el más irreverente se atreve a corromper. Ese pedazo se queda en casa, y va a parar a la nevera con la típica base de cartón que antes sitiaba a la torta, en una característica inclinación de treinta grados (entiéndase: torcido, -descachapando- algo que antes ocupaba un lugar privilegiado en ese refrigerador); dicho pedazo sustentará la ansiedad de alguien en los días próximos.
Mientras esto ocurre, la gente HACE COLA para felicitar DE NUEVO al homenajeado(a). Esto de la cola es muy perturbador para mí. En ese instante siempre pienso que el venezolano asumió el acto de hacer cola como otra característica más de su gentilicio, como una arista más en su poligonal día a día.
¡Que manera tan terrible de darle continuidad a una tradición! ¿Se imaginaría Luis Cruz (autor de -Hay que noche tan preciosa- y otras tantas como -Dumbi Dumbi-) que su composición sonaría los 365 días del año, incluso fuera del territorio nacional? Sin menospreciar la calidad artística del creador de la canción número uno del soundtrack de nuestras vidas, mi enfoque se posa más que en la canción, en el momento en que es usada, sin que un centavo llegue a manos de la familia Cruz por concepto de royalty.
Percibo como inconcebible variar el statu quo de esto perturbador ante cualquier ojo crítico. Al menos para mí y, al parecer, para quienes hicieron el video anexo.
En lo particular no suelo comer torta en esas ocasiones, y créanme que me ofrecen el fulano pedazo de pastel con saliva de cumpleañero(a) unas tres o cuatro veces promedio. Mi estratagema (por llamar de alguna forma mi acción evasiva) siempre es el mismo, entrecierro mis párpados y proyecto una mirada que juega con la pena, el aborrecimiento y la cara de pendejo adolorido; coloco una mano en mi pecho y la otra en señal de stop (sin caer en amaneramientos, por supuesto), señal de stop porque quien te ofrece la torta insiste, y de hecho, insiste varias veces, con una ligera intransigencia camuflada en sonrisa, para que tomes el plato (sumando perturbaciones a lo ya perturbador), a lo que yo, de la manera más educadamente posible me zafo diciendo: ¡no, gracias!
A lo lejos se escucha la voz de la originalidad: "borracho no come dulce"... Quien me ofreció la torta se va vencido, pero no derrotado, pues incansable buscará quien engulla eso que en sus manos traslada, eso que yo rechacé, no sólo por lo que ya expuse, sino porque simplemente no me provocó.
La figura del lambucio extrovertido que, antagónicamente, no sólo come sino repite, nunca deja de estar presente; el mismo personaje que, por supuesto, habla con la boca llena, y gesticula aventando sus manos y antebrazos, contando alguna anécdota familiar o amistosa que vivió con aquel o aquella que veía la torta fijamente con una mirada casi perdida, tamborileando el borde de la mesa con sus dedos para el momento en que todos cantaban desafinados, celebrando un año más en su vida.
Fernando Egui Mejías, 2016
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