domingo, 15 de marzo de 2020

Mi Biblioteca es tuya...

      

       La semana trae consigo un peso que afinca su carga a mitad de los días. Es miércoles y ya estoy injustamente cansado. Pareciera que cada hora llevara implícito un convenio casi programado, dispuesto en favor de tantas intenciones, y sin embargo, algunas de esas horas se deslíen en las naderías de un coloquio que se extendió tan espontáneo como fútil. Palabras en ruinas, frases desgastadas, argumentos desechables que se utilizan y reutilizan como si fueran un combustible reciclado con el que se pretende un inerte seguir. Lo cierto, si es que hay algo cierto, es que el día se sucede solo; más bien deviene.

                  Antes de que  las horas agonicen en la noche taciturna, regreso a mi casa con otras muchas convicciones, acaso entorpecido de tantas; -sigue siendo miércoles- es una de ellas, sigue siendo hoy. Aun puedo aprovechar lo que queda de día, porque mañana quién sabe, mañana será otro hoy, distinto; mañana no llega todavía, pero está allí en el borde, lo puedo ver como desde un balcón mágico. ¿Qué otras convicciones me acompañarán?

                  Mi abstracción es interrumpida por el sonido de mi teléfono, que me recuerda, como gato de Cheshire, la individualísima subjetividad de mi propio momento. Un mensaje ha llegado. Es mi tía que me pregunta si nos vamos a ver el fin de semana. Sugiere la excusa de una pizza a cambio de una tertulia. Con ella los ratos se hacen amenos y el tiempo se me olvida. Es más mi amiga que mi tía. Nuestra relación no trae consigo los convencionalismos de un eje preestablecido, en lo absoluto. Lo de nosotros es más fluido, nada forzado. Totalmente franco, desvergonzadamente diáfano y sincero hasta el descaro, porque nuestro amor no requiere disculpas, porque no nos hace falta perdonarnos nada.

Nuestros encuentros son prácticos, no precisamente prolongados. Hacemos un uso eficiente de nuestro tiempo, creo. Vamos a lo que vamos: a comer y a hablar de literatura. Una que otra cotidianidad se nos escabulle, pero no trasciende más allá de los matices de una cosmovisión compartida. Nuestro -secreto- es que nos enfocamos en nuestras coincidencias, dejando a un lado todo aquello con lo que no congeniamos. Así de dócil es nuestra aproximación. Por supuesto, en contexto nos intercambiamos exageradas adulaciones, las cuales nunca se nos hacen excesivas, eso favorece considerablemente nuestra relación. Nuestra admiración es mutua; sabemos, tanto el uno como el otro, que ambos pensamos cosas increíbles; que nuestra capacidad imaginativa trasciende los límites de la cordura, y que la ficción de las letras nutre nuestros días gracias al fabuloso oficio de la lectura. Somos cómplices, eso somos, secuaces quizá.

Me toca a mí, -dice el mensaje. Y yo respondo, pero cómo te va a tocar a ti si me toca a mí. (…) Ella decreta, bueno pero yo brindo las cervezas. (Vaya lágrima programada). Está bien, finalizo totalmente persuadido, sin dilatar mi respuesta, porque un amigo no dilata sus respuestas.

La semana transcurre vanidosa y llega el domingo, ataviado de prolongado mediodía. Estoy favorablemente descansado, ya desayuné, preparé algo práctico, no muy suculento pero sí delicioso, tampoco abundante porque a mi tía le gusta almorzar temprano y a mí me gusta levantarme tarde. Dice Milan Kundera en una de sus novelas, que las mañanas, entre otras cosas, definen nuestro carácter, y a mi carácter no lo afecta la premura cotidiana de una obligación temprana. Coincido con el checo cuando señala al despertador como un inevitable némesis. Yo creo que ese fatal artefacto es el causante de muchas enfermedades… Pero, bueno, eso es harina de otro costal. Volvamos al domingo. El clima está fresco, pero puedo sentir los rayos del sol en mi rostro. Ya es mediodía. Cierro los ojos y comulgo con el astro entre esa sensación cálida que me obsequia aunada a una brisa renovadora. Respiro. Doy gracias en silencio por un nuevo día y por un sin fin de oportunidades. Exhalo revitalizado. Enciendo mi vehículo para ir a buscar a mi damisela helénica. Pongamos algo de Chet Baker en el reproductor para marinar este domingo aun crudo, pienso. Manejo relajado, ni muy rápido ni muy lento, con la vista fija en el asfalto progresivo que prefigura mi recorrido; seguramente mi tía me preguntará si tengo un nuevo amor, me encantaría engañarla. Inadvertido, llego a su casa antes de lo previsto, pues no ha habido tráfico que retrasara mi intención. Toco el claxon y ella sale. Ya estamos sincronizados. Ella sabe que soy yo. Bendición, le digo. Dios te bendiga, responde. ¿Cómo está la vida?, agrega. Sonrío y manifiesto: mejor sería un abuso… No miento, así lo creo, porque lo veo casi todo desde la ventana del agradecimiento. Y así comienzan nuestras acostumbradas citas los domingos. Confieso que cuando sube a mi carro me imagino muchas veces que me la llevo lejos de todo, como si la raptara a un mundo inmemorial en donde el destino no está fijado, alejados de cualquier  coyuntural molestia. Como si nos dejáramos deslizar dentro de la trompeta de Chet en un ilusorio viaje sin retorno.




La más de las veces, comemos mientras charlamos de alguna novela clásica. La tarde deviene, lenta pero satisfactoria. Conversar con ella es edificante, y definitivamente bueno para la salud de ambos. La comida siempre está deliciosa, aunque los dos sabemos que Borges sugiere la omisión del término -siempre- por el simple hecho de ser una evidente incorrección, una exageración si se quiere; pero no nos importa en esos momentos porque la comida siempre está sabrosa. Una vez persuadí al encargado del restaurant a poner adagios mientras mi tía me veía como si fuese yo el dueño del local. La música también es importante, al menos  para mí. Cuatro refrescantes cervezas fueron suficientes; no somos de comer postre, tal vez un café luego. Llévame a mi casa, me dice. Yo asiento.  Me gustaría extendernos un poco más pero a ella la tarde le da sueño. Ya de regreso tal vez nos tomemos el tentativo café.

En ocasiones entro a su casa un rato, para hurtar bajo su completo consentimiento algún libro de su biblioteca. A sus ojos se les dificulta ya dar uso a esos viejos libros, entonces lo hago yo, legítimamente licenciado y facultado para sustraer cualquier ejemplar en cualquiera de esas mis visitas. A su vez, mi -también inmensa- biblioteca electrónica alimenta sus académicas demandas, porque el formato le brinda la oportunidad de agrandar la letra con sus dedos, burlando a la extravagante lupa traída de Europa y a la noche de su mirar, maravillándose de que yo descargue en pocos segundos eso que ella desea leer. Así nos beneficiamos mutuamente, yo con sus libros llenos de polvo, invaluables, y ella con los míos de tipografía complaciente, inagotables. 

           Si el cielo es una biblioteca, como asevera Borges, entonces indudablemente mi Edén se conecta con el de mi tía. Así soy yo un amarillo en sus ojos, y ella todo un Olimpo en los míos. Agarra el que tú quieras, me dice munífica, mi biblioteca es toda tuya.