domingo, 22 de julio de 2018

Un viaje a Citerea, de Charles Baudelaire



Mi corazón, como un pájaro, voltigeaba gozoso
Y planeaba libremente alrededor de las jarcias;
El navío rolaba bajo un cielo sin nubes, 
Cual un ángel embriagado de un sol radiante.
¿Qué isla es ésta, triste y negra? –Es Citerea,
Nos dicen, país celebrado en las canciones,
ElDorado banal de todos los galeones en el pasado.
Mirad, después de todo, no es sino un pobre erial.
–¡Isla de los dulces secretos y de los regocijos del corazón!
De la antigua Venus, soberbio fantasma
Sobre tus aguas ciérnese un como aroma,
Que satura los espíritus de amor y languidez.
Bella isla de los mirtos verdes, plena de flores abiertas,
Venerada eternamente por todanación,
Donde los suspiros de los corazones en adoración
Envuelven como incienso sobre un rosedal.
Donde el arrullo eterno de una torcaz
- Citerea no era un lugar sino de los más áridos,
Un desierto rocoso turbado por gritos agrios.
¡Yo, empero, vislumbraba un objeto singular!
No era aquello un templo sobre las umbrías laderas,
Al cual la joven sacerdotisa, enamorada de las flores,
Acudía, encendido el cuerpo por secretos ardores,
Entreabriendo su túnica las brisas pasajeras;
Pero, he aquí que rozando la costra, más de cerca
Para turbar los pájaros con nuestras velas blancas,
Vimos que era una horca de tres ramas,
Destacándose negra sobre el cielo, como un ciprés.
Feroces pájaros posados sobre su cebo
Destruian con saña un ahorcado ya maduro,
Cada uno hundiendo, cual instrumento, su pico impuro
En todos los rincones sangrientos de aquella carroña;
Los ojos eran dos agujeros, y del vientre desfondado
Los intestinos pesados caíanle sobre los muslos,
Y sus verdugos, ahítos de horribles delicias,
A picotazos lo habían absolutamente castrado.
Bajo los pies, un tropel de celosos cuadrúpedos,
El hocico levantado, husmeaban y rondaban;
Una bestia más grande en medio se agitaba
Como un verdugo rodeado de ayudantes.
Habitante de Citerea, hijo de un cielo tan bello,
Silenciosamente tú soportabas estos insultos
En expiación de tus infames cultos
Y de los pecados que te ha vedado el sepulcro.
Ridículo colgad, ¡tus dolores son los míos!
Sentí, ante el aspecto de tus miembros flotantes,
Como una náusea, subir hasta mis dientes,
El caudal de hiel de mis dolores pasados;
Ante ti, pobre diablo, inolvidable,
He sentido todos los picos y todas las quijadas
De los cuervos lancinantes y de las panteras negras
Que, en su tiempo, tanto gustaron de triturar mi carne.
–El cielo estaba encantador, la mar serena;
Para mí todo era negro y sangriento desde entonces.
¡Ah! y tenía, como en un sudario espeso,
El corazón amortajado en esta alegoría.
En tu isla. ¡oh, Venus! no he hallado erguido
Más que un patíbulo simbólico del cual pendía mi imagen...
–¡Ah! ¡Señor! ¡Concédeme la fuerza y el coraje
De contemplar mi corazón y mi cuerpo sin repugnancia!
Charles Baudelaire

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